Junto a mi casa hay una iglesia, y en la iglesia un reloj que desgrana campanadas en los cuartos, en las medias y en las enteras. Parece un concierto cuando, al mediodia, desgrana doce seguidas, contundentes, machaconas, dejando eco, como las palabras de ella cada vez que nos veíamos, palabras no dichas sino expresadas con la mirada, una mirada tan elocuente como cargada de todas esas cosas que yo quería leer en sus ojos. Sí, ella hablaba con los ojos. Era el lenguaje que mejor manejaba, el más convincente, el que me atrapaba, seducía y derrotaba. Ante aquellas miradas no había estrategia posible, ni defensa ni enroque. El inminente jaque mate era tan previsible como inevitable. ¿Y después? Después… el silencio, el jugueteo nervioso de sus manos con las mías, mis ojos en sus labios, los suyos en los míos hasta que la campana del deseo tocaba a rebato ante el inminente estallido de la pasión.
Campanadas
